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La Menina del gato negro escondida detrás del arpa
Relato IX Cuentos por Amor al Arte

La Menina del gato negro, escondida detrás del arpa
Óleo sobre tela, rajado en verticales paralelas de 1 cm.
Encolado a panel alterando el orden. Deconstrucción.
100 x 100 cm. 2003 -18 LTDEH.

La pintura es mucho más que un oficio, más que una técnica artesanal, y más que un concepto o modo de entender el Arte. La pintura es mucho más que una forma de estar en el mundo, de explicárselo, de disfrutarlo o padecerlo. La pintura es más que un rito, que un psicoanálisis, que una militancia, o que un pasatiempo. Sin duda es más que una batalla, o una victoria, y mucho
más que una derrota. La pintura es, tras el proceso de deconstrucción que implica una profunda crítica del conocimiento, una novedad eterna, un renacimiento. Y eso es mi obra, La Menina del gato negro escondida detrás del arpa, un renacimiento deconstruido.
Para entender bien ese concepto he de retroceder al año 2004, al proceso del cuadro que estoy acabando a la par que escribo este texto.
Afortunadamente, la facilidad que aporta el mundo digital al trabajo pictórico permite, si así se quiere, mantener vivas cada una de las intervenciones, que han supuesto un acierto o un fracaso en el peregrinaje de creación de la obra.
Si procedemos a disparar una fotografía clave de cada momento, y abrir con todas ellas un documento en la computadora tendremos un testimonio objetivo de ese momento, tal es el caso de La Menina.
La obra comienza con tres sesiones de un retrato directo a la modelo que posa el cuadro.
Para mí, es importantísimo arrancar de la relación sublime que convierte el acto de creación en un triángulo equilátero cuyos vértices son, modelo, pintor y cuadro; o de la relación por Facebook con el modelo, lo cual implica que ese vínculo triangular sea isósceles.
En la obra que nos ocupa existe, como casi siempre, un sentimiento de enamoramiento secreto que es, sin duda, el motor del acontecimiento artístico.
Este secreto no debe ser revelado bajo ningún concepto, so pena de romper el vínculo equilátero, o transformarlo en el mejor de los casos, en escaleno.
Y ese sentimiento secreto, condujo el pincel durante tres sesiones hasta alcanzar una cota elevadísima de percepción de la emoción. Así queda registrado en la obra mediante una plasmación del gesto de la modelo que sin saberlo, dirige las evoluciones del pincel de una forma tan significativa como la romántica reflexión-acción del pintor. Mientras, el otro vértice del vínculo, la obra, aún no ha dirigido nada y es apenas cuando empieza a hacerlo, que se rompe el vínculo al revelarse el secreto; el resultado de tal delito fue una congelación de la obra que pasó a formar parte del limbo de los inacabados.
Pasan los años, nos vamos al 2009 y el cuadro, libre ya de otras motivaciones que no fuesen las propias del oficio de pintar, reclama atención y hay que devolverlo al caballete, ese del que nos liberó Duchamp pues, por qué si los generales no mueren ya a caballo los pintores habríamos de morir a caballete.
Desde allí, el retrato se me antoja lo mejor que he pintado y comienza una batalla entre pintor y cuadro, con el canto de sirena de un recuerdo como música de fondo.
La lucha es ahora pintar un cuadro alrededor de un retrato, y el resultado la segunda derrota, otra vez al limbo.
−Va a ser verdad eso de por qué morir a caballete−.
En el año 2011 soplan nuevos vientos de optimismo. Otros cuadros dominan la atención y La Menina, desde su rincón del ángulo oscuro no cesa de cantar: “Y yo qué” −parece decir ese bellísimo retrato rodeado de la torpeza de un quiero y no puedo−. Al carajo con Duchamp, vuelta al caballete, y así, poco a poco, pinto un buen cuadro calzado en un retrato sublime, y ya está, salvado, sólo falta firmarlo.
Pero no, no está; ni está ni estará de momento, ya no pinto, mi parálisis afecta al brazo derecho, ya sólo puedo pintar por ordenador, mi estudio ya no huele a aguarrás, mis pantalones no alojan salpicaduras de óleo, hay que recapitular.
En el mes de Enero le pedí a mi asistente personal que lo rajara – ya tampoco puedo – en tiras verticales paralelas de 1,5 cm.
La deconstrucción produce graves heridas en la obra, además de las asumidas por la acción de la cuchilla; y por si fuera poco, la separación entre las tiras, llaga, es en algunos casos unos milímetros mayor de lo deseado.
La Menina del gato negro escondida detrás del arpa Relato IX Cuentos por Amor al Arte férreo entre el cuadro y el pintor.
Confieso que desde aquella noche histórica, la primera huelga general que se le hizo al gobierno de Felipe González en el 89, que yo pasé rajando uno de mis barrocos cuadros taurinos oyendo la radio, mis cuadros me gustan rajados, deconstruidos, y no solo los míos.

  • Ah si yo pudiera armado de una cuchilla, rajar Las Meninas en tiras verticales, aleatorias y sin regla. ¡Qué éxtasis, qué orgasmo, qué…locura!
    Alguna vez lo he pensado, rajar una foto a tamaño natural del cuadro de Velázquez y recomponerla con ese juego excitante de alterar el orden sutilmente. Pero carece de sentido, lo emocionante es rajar un cuadro de verdad, una pieza única llevada al límite de la increpación crítica, una obra acabada y aparentemente perfecta, eso es una deconstrucción.
    Y así es como vi yo a mi amada y torpe Menina del gato negro, hermosa y fatalmente deconstruida, herida por la violencia de las batallas y orgullosamente sentada en un sofá violeta, semiescondida delante de una puesta de sol y en su recatada exhibición obscena.
    Bella cada vez que derrapaba con la silla de ruedas girando raudo para poder ver el cuadro de frente.
    Bella siempre que miraba el retrato de Inés, ya casi perdido al contraluz del ocaso y la herida perpetrada.
    (Parecía decir: ¿Tanta historia para esto, a pesar de esta cara, de este irrepetible gesto?. ¿Pero…qué carajo es esto?).
    Sin embargo, lo que de verdad más me torturaba era la llaga número trece empezando por la derecha, que había quedado pelín ancha y cantaba por soleá con un quejido lastimoso.
    La perfección no existe, es un anhelo inalcanzable, una utopía con la que reavivamos la inquietud que ha de empujar el tedio de un presente continuo marcando distancia con un pasado que nunca volverá. Por eso, si hay una herramienta humana útil como la que más, esa es la imperfección.
    Pero sólo es útil con la mirada puesta en el futuro y en el anhelo utópico de alcanzar la perfección. Una asunción de la imperfección fijada sólo en una mirada al presente es una vanidad propia de la pérdida de espíritu creador. Es una apología de la estupidez humana que pretende cierta uniformidad catártica anclándonos en una ingenua ausencia de ingenuidad, cuyo resultado es la hilarante caricatura del actual mundo del arte contemporáneo.
    Pero vuelvo a mi cuadro que es la ventana desde donde yo miro el mundo, y, he aquí, que la llaga número trece me escuece como la picadura de una avispa y la transporto en mí a diario, minuto a minuto hasta que al fin veo la solución.
    La llaga numero trece no tiene marcha atrás, todo está pegado y bien pegado, cualquier intento por ese camino es destrozar la obra, asumir la derrota, lo cual es inaceptable, y mucho más en este cuadro, así es que la solución va a ser de nuevo, el camuflaje.
    Tan es así que la llaga ya no es una llaga, ni la trece ni ninguna, ahora son las cuerdas de un arpa y la número trece, esa que suena como la que más, quiere ser roja pues, de pronto, recuerdo haber visto que las arpas tienen algunas cuerdas rojas.
    Vieja solución, si no puedes camuflar un defecto, reálzalo. Vánitas, vanitatis.
    Al día siguiente mi amigo, el profesor Alfredo Vicent me comunica que la cuerda roja corresponde al do, que las negras son el fa y todas las demás son blancas.
    Así es que la llaga número trece será un do.
    Pero en esta ocasión, retomar La Menina, supondrá algo más que superar un parón de varios años; al congelarse, no solo sufre un letargo emocional y de concepto, además se seca y a menudo esto es un hándicap, va a depender siempre de qué es lo que demanda el cuadro, de si es importante que prevalezca lo hecho, o si lo que pide es un drástico cambio de rumbo. En
    cualquier caso, en esta dramática sesión concurren dos nuevas circunstancias:
    La primera de ellas supone una alteración del procedimiento técnico que he seguido desde el principio a la hora de rajar un cuadro y recomponerlo. Siempre, finalizado el nuevo montaje, la obra, deconstruida, queda acabada, pero en La Menina esto no es así, ahora hay que hacer que las llagas sean las cuerdas de un arpa y esto implica un acontecimiento que remueve el concepto mismo de la deconstrucción, se abre de nuevo la caja de Pandora y, al no haber alcanzado el fin, todo queda abierto.
    La segunda circunstancia es aún más compleja. Como ya he dicho, la parálisis afecta ya a mi brazo derecho y los últimos años, entregado completamente a mi obra El Éxodo de la Ternura, una infografía que me mantiene clavado al ordenador, han acabado con mi pintura de espadachín, parece que no voy
    a morir a caballete.
    Pero las cuerdas del arpa las tengo que pintar yo, no voy a pedirle a nadie que me lo haga, ¡Hasta ahí podíamos llegar!
    Las llagas son surcos paralelos, líneas rectas verticales que a modo de raíl me permiten trazar a mano alzada las cuerdas del arpa, no sin dificultad lógicamente, pero al menos logro pintarlas, cosa que de otra manera me habría sido imposible.
    Tan entregado estoy durante días a esta dura tarea que no he caído en la cuenta de que las arpas han de tener un número oficial de cuerdas, mi cuadro tiene sesenta y cuatro llagas pero, ¿Cuántas cuerdas tiene un arpa?
    Paso la tarde contando cuerdas de arpa en youtube y a la noche, cuando me rindo llamo al profesor Alfredo Vicent y le pregunto.
    -Cuarenta y seis, el arpa romántica, la que forma parte de la orquesta, tiene cuarenta y seis cuerdas, ni una más, ni una menos.
    Si toda esa miscelánea acientífica de demiurgos, fantasmas, diablejos y otros ectoplasmas no fuera invención de los mortales, a buen seguro que las carcajadas sonarían con igual estrépito en el cielo y en el infierno.
    Me sobraban catorce cuerdas, tres días de más trazando líneas verticales con un pincel del 01; ni en el Hospital Nacional de Parapléjicos aplican rehabilitaciones tan eficaces.
    Pero aunque parezca un farol, lo peor todavía estaba por llegar, así es que perplejo me fui a la cama esa noche nadando en un mar de dudas. ¿Merecía la pena?
    Llegando aquí habría que volver a peguntarse una vez más esta dichosa cuestión que nos muestra lo vulnerable que puede ser la fuerza de voluntad.
    Lo más hermoso del arte, la creación, no debería significar la condena que nos encadene como a Prometeo a una roca de Escitia, y sin embargo mucho hay de esto desde el comienzo en una carrera artística; como si crear y creer fueran dos realidades antagónicas pero inseparables, un retrato Jano en eterna discusión consigo mismo, férrea cadena que dificultará de por vida la
    “espantá” del buitre que Zeus nos mande a comernos eternamente el hígado como castigo a nuestra independencia.
    ¿Mereció la pena soportar el bulling por amor a los cuadros del Prado en lugar de a la redondez estúpida del balón de futbol?
    ¿Y la pasión por Bach, por Beethoven, fue mejor que llevar bajo el brazo un disco de Los Bravos para ligarse a la nena guapa del baile?
    ¿Renunciar a vivir la norma para sumar experiencias únicas por amor al Arte, te hizo más, feliz, más sabio?
    ¿Romper con los despropósitos de tu generación y plantarte frente al caballete, frente al escritorio, frente a la computadora, alivió tus pasos al recorrer este camino cuesta arriba de tu marchar la senda del Arte?
    En cualquier caso, zambullirte en lodo no te convertirá en pejesapo así que una vez más dices que sí, que nada es mejor que inventarse a uno mismo porque el camino recorrido está tan presente como el que se ha de recorrer y uno sigue siendo el que fue y el que será, es decir que sabrá estar, siendo.
    La verdad es que había poco donde elegir así pues, la decisión no se hizo esperar. O anulaba las cuerdas impares, con lo cual reducía el número doblando la separación entre ellas, o las anulaba todas con lo que decía adiós al arpa. Pero si anulaba cuerdas a un lado y a otro del cuadro, y dejaba centradas las cuarenta y seis reglamentarias, pintada de rojo el Do, el Re y el Mi de blanco, la del Fa de negro y el Sol, el La y el Si de blanco otra vez hasta la siguiente roja, tendría un arpa aceptable con una bella distancia de un centímetro y medio entre cuerdas.
    Pero había un problema, al anular cuerdas a derecha e izquierda estaba ‟obligado” a incluir el marco resonante del arpa, y eso equivalía a pintar un cuadro nuevo, modificando la composición, comiéndole espacio a la menina y relegándola a un nefasto segundo plano. Sin embargo la idea del arpa era buena así que no estaba dispuesto a renunciar a ella.
    Fue en ese conversar único del pintor con su obra, donde se alcanza un lenguaje tan interesante que uno es capaz de abstraerse de todo, hasta de la necesidad más cotidiana y nimia, que el cuadro dio la solución.
    No se trataba de pintar un arpa delante de La menina del gato negro, era más bien al revés, había que esconder La menina del gato negro detrás del arpa, y esa sutil diferencia convertía al gato negro en la llave maestra que me permitía pintar el arpa con toda la levedad de sus cuarenta y seis cuerdas sin el peso adicional del marco resonante.
  • Un arpa es un triángulo isósceles con el vértice más agudo situado abajo, casi en el suelo. El marco lo forman una columna que sostiene la tensión de las cuerdas que van desde la caja de resonancia hasta el arco invertido donde se tensan y afinan, es una V, definitivamente.
    La composición del cuadro era también una V. Por el ángulo superior derecho salta en diagonal el gato, de modo que haciendo que las últimas cuerdas mueran en el espinazo del gato, creo la ilusión de la caja de resonancia sin tener que pintar el arpa.
    No sé si os habéis dado cuenta de que así, casi sin comerlo ni beberlo yo, que llevaba dos años sentado a la computadora trabajando digitalmente, estaba ahora frente a un cuadro, manipulando pinceles, óleos y aguarrás.
    Y es que La menina ya no será solamente un cuadro; ahora es un reto, una terapia, un salvavidas pues, bueno es decir que el ejercicio de la pintura le da la vida al pintor y el abandono sin embargo, se la quita.
    Y esto, me atrevería a jurar que es literal, que va más allá de una merma en la destreza. Andrés Segovia decía que si abandonabas la guitarra una semana, ella te abandonaba a ti un mes, y aunque con la pintura pasa lo mismo, a lo que me estoy refiriendo aquí es a la vida física, a la vitalidad que proporciona el acto de pintar; más cuando el que habla sufre una discapacidad por
    una enfermedad degenerativa. En mi caso, dejar de pintar significaba exactamente dejar de pintar para siempre, y ya caminado en esa dirección sin retorno se impuso La menina que, como amparándose en mi torpeza, en mis despistes y mi autoengaño, me había puesto a pintar de nuevo.
    Un gran cuadro, y ojalá que este lo sea, no admite camuflajes, si lo hace más vale que sean geniales porque si no, jamás será un gran cuadro.
    Hay que ser tan buen mentiroso que al final la mentira sea más verdad que la verdad y esto, aunque parezca una contradicción, es la clave del Arte, en este principio se basa, desde mi punto de vista, todo el asunto. Por eso el camuflaje, tanto en su versión ocultista, como en la superlativa
    y desconcertante, es siempre una verdad a medias y no hay mentira más gorda, creedme.
    Hasta aquí, lo que saco en claro de la historia de este cuadro es que yo, enamorado de la belleza de Inés, pinto un retrato directo en apenas dos sesiones que recoge con palpable veracidad algo único e irrepetible, un momento de amor que se queda congelado en la inmensidad de lo
    irrepetible, inacabado, y que todo lo demás van siendo intentos fallidos de acabar lo inacabado, camuflando las torpezas del fracaso.
    Hasta la deconstrucción, que durante años había significado un procedimiento crítico que recalaba en el final feliz de la obra, no pasa en este dramático episodio de ser un fallido camuflaje; e incluso el arpa, ¿Qué era, si no el camuflaje superlativo de una deconstrucción a medias?.
    Ciego a estas evidencias yo seguía el procedimiento, obedeciendo, eso sí, el mandato del cuadro que era el que gobernaba.
    De modo que en el proceso de anular las cuerdas sobrantes del nuevo arpa, me veo pintando los pliegues del violeta diván en que descansa La menina. Y en la siguiente sesión, la nitidez añadida al diván, me exige adelgazar el brazo lo que me lleva a estudiar de nuevo su estructura, analizando la luz y la sombra y por lo tanto, el tono y el color, y en fin, de perdidos al río pues, La
    menina del gato negro escondida detrás del arpa, o es obra de Arte, o no será.
    A los poco días me dolía el tríceps y el hombro, señal inequívoca de que volvían a salir de su letargo, pero ya no era lo mismo, ya nunca sería lo mismo, mis últimos cuadros los resolví cambiando completamente la técnica. El tiempo de estudiar el color en la paleta y aplicarlo en el cuadro con largas y fluidas pinceladas de esgrima se había terminado, ahora debía empastar más y resolver el color y la forma en el propio cuadro. Esto era más lento, pero mucho más seguro, lo otro ya era imposible y de paso, descubrí una gran ventaja, estaba avanzando por una senda mucho más reflexiva, menos ágil pero más profunda.
    Como no hay dos sin tres ahí estoy, metido en faena y dispuesto acabar el cuadro de una vez por todas, y una tarde en la que decido no pintar para que fragüe lo hecho, y por descansar la atención, que a veces es bueno mirar a otro lado para poder luego ver mejor, me quedo escudriñando vídeos de arpa.
    Nicanor Zabaleta, sublime, Daniel Jordan, Sylvain Blassel, incluso Camille and Kennerly, un duo de rubias gemelas que tocan el arpa a cuatro manos en un ejercicio de exhibición virtuosista que es lo más parecido a una clonación hecha con After Efects.
    A mi el arpa, todo hay que decirlo, es un instrumento que nunca ha llegado a atraparme con la fuerza de otros que sí lo han logrado, como el clave, el piano, el violonchelo y no digamos la voz del contratenor. Sin embargo reconozco la dificultad que encierra tañer bien el arpa, quizás uno de los instrumentos más antiguos y extendidos, presente en todas las culturas.
    Estoy escuchando las Variaciones Goldberg de Bach, cuando de repente me salta a la vista una rareza. Algo es diferente entre el arpa que yo pinto y la del vídeo que estoy mirando en Youtube.
  • A ver. Do, roja, Si, La, blancas, Sol, negra, ¿negra?, no pude ser, La negra es un Fa -.Me voy al cuadro.
  • Do, roja, Si, La, Sol, blancas, Fa negra, mi, re, blancas, y otra vez roja, Do. ¡Está bien, demonios!
    Vuelvo a Youtube, cambio y pongo el Concierto para Flauta y Arpa, de Mozart, al arpa: Noa Gabay.
  • Do, roja, Si, La, blancas, Sol, negra…
    A ver las gemelas…igual, la cuerda Sol es negra.
    Pero no puede ser, si Alfredo Vicent me dijo que el Fa es la cuerda negra -.
    Aunque me daba vergüenza volver a preguntarle y dejar al descubierto mi perplejidad, tuve que enviarle un sms y pedirle que me lo aclarara.
    “Aquí va la octava” −me contesta− “Do, cuerda roja; Re y Mi, cuerdas blancas, Fa, cuerda negra, Sol, La y Si, cuerdas blancas y volvemos al o, cuerda roja”.
    De pronto me caigo de la higuera y comprendo.
    Alfredo soy un tarugo, ya sé lo que me pasa. La octava empieza de izquierda a derecha, y yo la estoy pintando de derecha a izquierda.
    “Sí señor. No te equivoques, un tarugo nunca se habría dado cuenta”.
    Bien, ya estaban las cartas boca arriba, tal dislate me obligaba a tocar de nuevo todo el cuadro, incluido el retrato de Inés que permanecía impoluto desde la segunda sesión, había quedado tan logrado…
    Inés era bellísima, la primera vez que me posó fue para un retoque en las manos de La menina desolada antes de someterlo a la deconstrucción que le practiqué en el año 2001, ya que había decidido llevarlo a la exposición Otras Meninas, en la Fundación Telefónica, Madrid 2002.
    Sus manos eran blancas e infinitas, exactamente lo que precisaba aquél cuadro que pinté para la serie de retratos de 1983 y que ahora, debía perfeccionar acabándolo.
    Recuerdo la hermosa y larga melena negra decorada con tirabuzones que le daban un aspecto de diosa clásica a Inés, una especie de Afrodita de pelo oscuro que se despedía así de su divinidad antes de cortarse la cabellera para convertirse en Artemisa, la diosa cazadora.
    Yo nunca había visto nada igual, me hacía sentir Leonardo ante La Gioconda, un privilegio extraordinario, único, sólo posible por la sublimación que materializa la emoción convirtiéndola en obra de Arte.
    Era tan intenso, tan fuerte, que al mirarla me estremecía y tenía que dominar mi arrebato, peinando impasiblemente cada pincelada con que dibujaba sus manos sobre las inacabadas de aquel viejo cuadro. Y conversar, sin otra intención que la de suavizar cualquier arista, cualquier cambio de temperatura que amenazara el frágil vínculo entre el pintor y la modelo.
    A medida que las construía, en indolente dejadez, como colgando de unos inexistentes reposabrazos, recordaba en voz alta las vibraciones casi mágicas que se producían en las grandes obras maestras. De como, el retrato del “cejiceñudo” Inocencio X hacía pendular, displicente, la carta que recomendaba a Velázquez, el pintor que le estaba retratando; que eso era la fijeza, el movimiento telúrico de los cuadros, una imperceptible sensación de movimiento basada en arranques, ademanes que jugaban con el cerebro y el ojo del espectador provocando emociones extraordinarias, y que por eso la pintura era Arte.
    Y ella, sin hablar prácticamente nada, escuchaba mi monólogo destinado a distraerla, muy lejos de ese otro conversar con la modelo cuyo objetivo es provocar su participación para estudiar el gesto en un retrato. Eso vino después, cuando comenzamos esta Menina del gato negro escondida detrás del arpa, en el 2004.
    Al tomar la decisión de volver a tocar el retrato, sabía que un ciclo de desaciertos iba a culminar con dos posibilidades, sólo dos y siempre que el cuadro alcanzara el éxito, es decir que al menos, si no conseguía enamorarme, me convenciera; y tales eran que La menina fuera Inés o, que ya no o fuese pero que el nuevo rostro dijera algo digno de ser conservado.
    Sin más dilación me fui a la computadora y abrí la carpeta Procesos, y dentro de ella la de Inés, para ver toda la secuencia de fotos clave en el documento histórico de la obra.
    ¡Madre mía, qué cantidad de luchas a cual más contundente, cualquiera de ellas mejor que la que ahora se alzaba frente a mí! Había una foto muy graciosa con el cuadro caído de un lado, de un día allá por 2010 que entró una ráfaga de viento en el estudio y lo tiró del caballete, pero la que
    me interesaba era una de las más antiguas, la figura estaba ya totalmente encajada, aún no había aparecido el gato y el retrato de Inés era quizás lo mejor que yo he pintado.
    Claro que da miedo a veces pintar un cuadro, si no fuese así ¿qué le aportaría el oficio de pintar al artista?. En la pintura todo lo que se hace tiene consecuencias, no es como en el diseño digital que puedes dar marcha atrás y no pasa nada; en la cavernícola y ancestral pintura eterna, los hechos dejan huella, por eso a veces sería preferible no hacer nada, o dedicarse al ”arte conceptual”.
    Pero el miedo se supera, es la única manera de avanzar, diría más; diría que el miedo desaparece afrontando el camino correcto, y si esto se ignora en la laberíntica toma de decisiones, y uno se adentra la ruta errónea, esta te vuelve a poner en el lugar desde el que se ha de volver a decidir, eso sí, con un buen número de nuevas heridas.
    Ese lugar es, en esta historia, el cuadro de Inés.
    Lo perfecto hubiera sido haber prolongado el encuentro, dos sesiones más acabándolo imbuido de esa magia que expresaba el rostro, pero no fue así, el delito de romper el vínculo entre el pintor y la modelo por mi parte, que no por la suya, tuvo consecuencias y por quinta vez volví a estar frente al cuadro, nunca sin ideas, eso sí, y siempre con la certeza de que el esfuerzo merecería la pena.
    Mi disposición por lo tanto será otra, ya no trataré de salvar el cuadro, ese fue, como ya sufrí, un camino falso. La dirección correcta será pintar el cuadro sin salvar nada y superar el miedo a
    perder el retrato de Inés.
    Y la gran dificultad al dar ese paso no era ya la de perder sutilezas irrepetibles que iban a alterar el gesto, lo verdaderamente complicado será que yo dejé de ser el mismo pintor.
    El que pintó el retrato de Inés era un ágil y hábil espadachín; el que va a acabar este cuadro es un torpe artista que difícilmente puede levantar el pincel. El de antaño gestionaba el color en la paleta y desde cierta distancia colocaba la niña del ojo con un preciso e infalible ”touché”; el de ahora amasará y mezclará el color en el propio cuadro con pinceladas cortas e insistidas. Sólo hay dos ventajas, sé más, tengo más paciencia.
    Afortunadamente aquella sesión inolvidable volvía a estar presente y el retrato de Inés ocupaba en primer plano una de las pantallas del ordenador. El rostro es alargado, el punto más ancho es la horizontal de los ojos, a partir de ahí hasta la barbilla, un triángulo isósceles. La nariz es larga, griega, con una suave, casi imperceptible curva hebrea que acaba en punta, pero ya digo, muy suave aunque bien definida. Los ojos alargados, ligeramente estirados a un lado y otro de la cara, y hacia arriba, pero sin achinarse en absoluto, rubricados por alargas cejas que expresan cierta serenidad expectante. La boca es pequeña sin que por ello desentone, los labios sensuales con
    una media sonrisa natural que acentúa sin embargo su seriedad, y un dato de carácter, hay más distancia desde el labio superior a la nariz, que desde el inferior a la barbilla, unos labios que sólo pueden ser violeta.
    El secreto de la atracción de este retrato está en los ojos. En un primer momento parece que mira de frente a los del espectador, pero si uno se fija bien observa que no, que la mirada está abstraída y más que mirarnos, nos ve.
    Todo esto y mucho más pinté yo de manera casi intuitiva en aquella memorable segunda sesión del 2004, un coup de coeur que nada más dar la primera nueva pincelada, se sumergiría hacia el interior del cuadro y desaparecería.
    Y mientras voy dando palos de ciego en ese rostro que ya no es Inés, escudriño minuciosamente la imagen, traduciendo los secretos de ese gesto irrepetible que vuelvo a pintar con el único arma que me queda, mi fuerza de voluntad.
    Y medito en torno a la razón de este desamor generacional que con tanta indiferencia ha olvidado el arte de la pintura, relegándolo cada vez más a una existencia insignificante, disfrazándolo de valores terapéuticos, como materia de enseñanza primaria, motivo de animación vecinal,
    contenido de mercadillos, y un largo etcétera de simplificadas bondades que lejos de darle valor a este arte, quizás el más atrevido de todos por su espíritu vanguardista, lo reducen a baratija, lo ningunean y lo pervierten.
    Y yo que amo la pintura y sé por qué pinto, soy capaz de preguntarme por qué pintar aún, si en la creación visual se manejan herramientas colosales que permiten avanzar al vértigo de la vida regular, ofreciendo una inmediatez iconográfica de usar y tirar.
    Y se me ocurre que la demanda de imágenes en el mundo antiguo, que pasaba por la fabricación artesanal porque no podía ser de otra forma, trasegaba en los entresijos del espíritu humano brindándole la posibilidad de expresarse con un lirismo hoy perdido.
    Qué otra significación argumental y expresión poética iban tan de la mano si no la singularidad de la admirada habilidad, que no era posible sin la emoción que definía la excelencia de lo expresado.
    Si hoy puede ser o no así carece de importancia; es opinable que sea irreparable que el arte haya perdido el alma, y desde luego, tal cuestión no aporta claro alguno en esta historia que narra el acontecimiento de un cuadro pintado en el siglo XXI con técnica de entonces pero de ahora, tan
    de ahora que el resultado me atrevo a calificarlo como un renacimiento deconstruido.
    Pero sí parece en cambio, que el hecho de pintar dialogando con el pasado, con el presente y esperanzado en el futuro, hace que chirríen las puertas que abren el armario; quizás sea porque pintar tiene algo mágico y que si ya no hay hueco para la ternura del ser humano, el arte, el de usar y tirar, es posible sea tan basura como el plástico que ahoga los océanos.
    Sí, yo sé que la conservación del Arte es una decisión política ya sea arte o sea basura, y ¿Quién sabe lo que es?, ¿Quién lo puede saber?
    Desde el caballete, que no es un caballete estándar, sino un invento con dos puntales de construcción anclados al suelo y al techo que me permiten acercarme al cuadro sin empujarlo absurdamente con la silla de ruedas, analizo el gesto de Inés que me mira de lejos, desde la pantalla del ordenador y escudriño las milésimas de distancia que hacen que las nuevas pinceladas modifiquen el gesto y borren el ‟parecido‟.
    Es como explorar concienzudamente un territorio hasta saber de memoria donde está cada piedra, cada accidente del camino. Cuando creo comprender la razón de alguna diferencia, corro a la pantalla y analizo de cerca; pero sólo cuando estoy seguro de lo que acaece, acudo al −cristal
    que me sirve de paleta y, con enorme paciencia elaboro un color en el mismo valor tonal del punto que voy tocar, lo cojo con el pincel y lo llevo al cuadro como quien transporta un peso de doce kilos. En el viaje me miro en un espejo colgado a la pared, y no doy detalles de las caras que pongo porque aquí el único rostro del que se trata es del retrato de Inés.
    Sin duda, la pincelada que dibuja el párpado superior del ojo izquierdo está en el lugar correcto, pero es más suave, y más fina, así endurece la mirada, se enfada levemente; doy la misma pincelada con una aguada limpia de médium, seco el pincel con una servilleta de papel y enseguida la absorbo, limpiando el párpado y secando sin restregar para no ensuciar el ojo, y
    vuelta a empezar, el grafismo que dibuja el párpado empieza oscuro y se aclara hacia el lacrimal, no es negro, tiene un punto violeta. −A ver ahora que no tiemble el pulso, ok.
    La mirada desde lejos tiene una doble función; por un lado se trata de tener una visión de conjunto que permite un diálogo vital con el cuadro, así cada toque hace hablar a todos los elementos que ya forman parte de la obra para que expresen si aceptan la novedad, y por otra parte, al ser esta un retrato cuyo modelo es la inolvidable sesión segunda que in illo tempore posa
    desde la lejana pantalla del ordenador, todo ese lenguaje de guiños, rictus y fijezas que son el idioma del gesto, habla con una elocuencia insuperable y permite alcanzar paralelismos gestuales que si bien no repiten nada porque el pasado es irrepetible, al menos facilita el camino a una nueva expresión.
    Así, con infinita humildad, el pasado se deja acariciar nuevamente y como el que desanda un camino andado, los lugares por los que pasamos a la ida son reconocidos a la vuelta.
    Sí, Inés sonríe, pero a la vez está seria, y si uno se fija bien, hasta describe un ligerísimo puchero de alguna recóndita tristeza.
    Es extraordinario, los años pasan y no dejo de maravillarme de como una pincelada o un grafismo puede contener tal cantidad de datos sutilísimos, atrapados en el emocionado gesto del pintor.
    Solo es comparable al preciso pulsar las notas de un instrumento musical en un arte donde tiempo, sonido y silencio, lo es todo. Y no se trata de repetir, ya digo, se trata de interpretar, de entender el significado que trasmiten las pinceladas del retrato de Inés en la computadora, y construirlas ahora, sabiendo con certeza lo que expresan.
    Por eso, al analizar que a un tiempo el gesto es de expectación, pero de sensual abandono, se traduce que Inés es una mujer segura de sí misma capaz de dejarse penetrar por la poderosa mirada del pintor, pero sólo por eso. Y que la imperceptible tristeza se debe a un dolor secreto,
    escondido discretamente bajo capas de intimidad y que afloró en el conversar del pintor y la modelo.
    Sí, ahora recuerdas la infinita piedad que te inspiró saber qué aquel dolor lo producía la enfermedad de su padre postrado, desde hacía años, en una cama de hospital en estado de coma.
    Todo tiene un final y en una pintura el acabado es importantísimo. De hecho, la historia de La menina del gato negro escondida detrás del arpa es la de lograr un final para un cuadro que se quedó inacabado en un momento sublime, de ahí esta ardua batalla de años hasta el día de hoy en que sólo faltan unos toques y la firma.
    En la superficie están impresos, más que en ninguna otra de mis obras los hallazgos, las heridas y las ruinas.
    Esta durísima contienda pudo acabar mal, sin embargo asumo las torpezas, las pinceladas insistidas, las heridas posdeconstrución como naturaleza propia de un cuadro testigo del avance de mi enfermedad degenerativa cuyas limitaciones sólo pueden superarse con fuerza de voluntad.
    Algo me atrajo hacia el caballete, era una mezcla de amor y responsabilidad frente a la obra, miedo al fracaso, coraje de otras épocas, y afirmación de que en el Arte todo esfuerzo merece la pena, así es como iba cobrando definición y poética un cuadro herido.
    Últimamente el reto de La menina del gato negro escondida detrás del arpa era pintar un cuadro digno de un gran coleccionista como fue el rey Felipe IV. ¡Pobre de mí!
    Pero a pesar de ser tratado de atrevido la pregunta la dejo ahí, ¿Le habría gustado, pese a mis torpezas, mis heridas y mis ruinas?
    ¿Usted qué cree?”.