Movimiento de la fijeza en el retrato.
“¿Qué yerba, qué agua de vida ha de darnos
la vida,
dónde desenterrar la palabra,
la proporción que rige al himno y al discurso,
al baile, a la ciudad y a la balanza?”
La Estación Violenta. Octavio Paz
Sin dudarlo, cuando alguien le preguntaba cuál era la motivación favorita de
su arte, contestaba que le fascinaba pintar retratos porque eso le permitía un
contacto privilegiado con otras personas y animales, y aprendía a la postre
tanto, que no le habría importado dedicarse a ello toda la vida.
“Es una mala época para la pintura” –añadió el artista visiblemente
compungido–, pero lo es peor aún para el retrato; sencillamente, porque
salvando honrosas excepciones, la gente sólo
entiende una objetividad mediocre basada en la superficie, en el parecido
vaya, por lo que se suele oír frecuentemente entre otras exclamaciones: ¡Es
igualito que en la foto! Ya ves qué tontería.
“¿Qué yerba, qué agua de vida ha de darnos
la vida,
dónde desenterrar la palabra,
la proporción que rige al himno y al discurso,
al baile, a la ciudad y a la balanza?”
La Estación Violenta. Octavio Paz
Escenas de caza.
Al artista le volvía loco pintarlos, era toda una aventura, le excitaba la
agudeza conceptual de sus posibilidades y sabía que lo del parecido no era
más que una ley básica, pero no le daba ni mucho menos la importancia de
ser el único objetivo a tener en cuenta. Si se era auténtico en el ejercicio del
retrato, la magia del universo entero contribuiría a que el retratado terminara
pareciéndose, como le pasó a Gertrud Steim, que debió de hacerse ubicua
a raíz del que le pintó Picasso, de tan idéntica como acabó pasados los años
.
Me confesó que salía de caza; que llevaba muchos años cazando
“monstruos” en la noche madrileña. En realidad, buscaba monstruos
hembras, porque le incitaba siempre mucho hacerle a una desconocida la
proposición íntima de llevársela a su guarida para sacarle el alma.
“¡Qué forma tan sutil de depredación!” −piensa el pintor−. “Es tan inocente y
tan sublime, que a buen seguro es legítima” , y esclarece que recalando en
algún “bareto”, escudriñaba el “rebaño” hasta elegir a su “presa” – igual que un
Lobo hombre en Paris -, luego, se sacaba de la manga el arma más potente
que tuviera; dice que, generalmente, este era su poder de seducción, con la
que le proponía a la “caza” que se fuese con él al estudio, porque la había
elegido para que le posase un cuadro. “Él era un artista, no se pensara otra
cosa”. Si la “presa” ponía algún inconveniente para salvaguardar su propia
defensa, solía desbaratársele allí mismo con asechanzas y requiebros. Al
verse la “pieza” bien rodeada en la seguridad de su “manada” de modo que
pudiera disfrutar muy halagada de su protagonismo; eso era exactamente lo
que debía hacer, bajar la guardia, e iniciar un acercamiento que, a menudo,
acababa con sus recelos, porque el “cebo” del artista, parecía más exótico
que deshonesto, así es que, casi siempre aceptaba.
¡Cuánto amaba a sus presas!, lo quería todo de ellas como es natural; pero,
por encima de todo, le gustaban las presas con arte. Cuando ponía la tela
blanca sobre el caballete, nada hacía peligrar el cuadro que pintaría; porque
tenía a gala que todos sus “trofeos” acabarían siendo sus amigas −algunas
aún lo eran, las hubo incluso que llegaron a ser sus amantes, aunque sólo
excepcionalmente−. Sin embargo, no siempre fueron ellas el motivo de su
cacería, también capturaba al macho, bien es verdad que con mucha menos
frecuencia.
Había un garito en Madrid, allá por el final de los años ochenta, por donde
pasó toda la fauna con carisma de la época. No viene al caso decir el nombre
del lugar porque es irrelevante dado que cualquier otro sitio también hubiera
valido −a fin de cuentas, para los objetivos “cinegéticos” del artista, todos
los garitos de la noche de Madrid eran más o menos lo mismo−. En ése
estableció su coto de caza.
Era un lugar oscuro y estrecho, siempre repleto de gente que allí acudía
porque lo montó un grupo pop que estaba muy de moda. Las chicas eran
“grupis”, y lo frecuentaban para relacionarse, entre otros, con los músicos; ya
se sabe, donde hay hembras acuden machos, es ley de vida. Así es que
todas las noches aquello parecía el parque natural del Serengueti. – Era un
tanto singular el lugar – aseguró el artista−.
Al portero, tipo gordo, matón, guarda jurado y, si se hace caso a lo que se
oía, Guardia Civil expulsado del cuerpo por haber sido miembro del sombrío
“GAL”, no le pintó porque llevaba pistola, aunque al desnudo un animal de su
especie pareciera importante para su colección de monstruos y monstruas
postmodernos.
Fue rechazado el día que descubrió su revolver en medio de la aglomeración,
al dar de bruces con su corpulencia y notar algo duro, de pequeño tamaño,
pero no en las partes bajas, que bien amortiguados tenía sus atributos con la
inmensa barriga que le precedía, sino en los bolsillos de la pechera, donde
se suele guardar la documentación, el dinero y, si se es de aquella manera, la
pistola; la escondía bajo una coreana color verde oliva y forro naranja de
peluche; a partir de esa conjetura procuraba eludirle, por si acaso en un
cambio de carácter, de esos que tantas veces alteran las sustancias
psicotrópicas, se le ocurría al picoleto desenfundar y como loco se ponía a
disolver multitudes recordando un pasado glorioso de salvaguarda del orden
público.
Sin embargo, al encargado, al que llamaban “La Esfinge” por no decir ni pío.
Un marsellés sobrio y de buenos modales con pinta de mafioso, que jamás se
metía con nadie, ni nunca se salía de su papel -, le hizo posar un retrato a lo
Yam Moster, −el pintor primitivo flamenco tan apreciado por el artista, al que
estudiaba en sus visitas al Museo del Prado−. El garito lo frecuentaba mucha
gente conocida; de la música, de la cultura y de la política; pero no todo eran
mieles, también acudían pobres diablos y gente de todo tipo, como él mismo
que, sin tener un chavo, estaba invitado a “copas honoris causa”.
Una noche coincidió con un viejo conocido del barrio de su niñez. Tenían
cosas en común, viejos recuerdos, algunos encuentros con la misma gente –
había conocido al Pototo, un golfo que a punto estuvo de machacarle la
infancia en una pelea a la salida del colegio . Por él se enteró como había
muerto años atrás víctima de una sobredosis, lo que no le extrañó en
absoluto. En paz descanse.
Tenía varios apodos, no todo el mundo le conocía por el mismo y sólo unos
pocos le llamaban por su nombre. Su duro aspecto puertorriqueño le llenaba
de orgullo, gruesos labios, piel morena, patillas y tupé a lo rocabilly, solía
vestir de oscuro y siempre calzaba unos botines negros de media caña; el
artista se alegró de verle allí pues, a pesar de su legendaria fanfarronería, era
inofensivo y nada estúpido, alguien con quien se podía reír mucho por sus
ocurrencias al borde siempre de lo permisible.
Decía: “Vosotros los humanos…”, y cuando alguien le señalaba que si
acaso él era extraterrestre, descargaba con fuerte guasa una explicación
contundente: “No pichón, yo soy inhumano”.
Cierta vez fue a verle la única novia que se le conocía −las demás eran rollos,
“quiero y no puedo”, mucho vicio, y presas de todo tipo−. ¿A qué pintor
barroco no le habría gustado frecuentarlas por si se ponía a tiro alguna
pieza?. Ya no eran buenas épocas para el retrato, sobre todo desde que el
afterpunk cayó en desuso. La caza se había vuelto ¡tan discreta! -.
Con la novia −generalmente las chicas no suelen salir solas− venía una
hembra muy bonita que vestía un sexy vestido de color granadina; parecía
una gacela temblante, arrimada a su amiga y al otro, igualito que un gallo de
corral con sus dos gallinas.-
No quiero ser grosero, hablo así para dejar bien clara la situación y usar el
lenguaje que él mismo utilizaba. Que no se me malinterprete ni se me
achaque despotismo alguno, y mucho menos machismo; puedo dar fe de
que a ellas su desparpajo le gustaba.
El artista dice que fue a saludar y se quedó en el trío, le atrajo el vestido rojo
y la erizada transparencia de la chica y asegura que lo pasaron muy bien los
cuatro juntos -.
Sin embargo, en aquella ocasión para variar, el objeto de su artística caza no
eran las hembras. Él quería pintar al macho, a su amigo del barrio, y plasmar
su aspecto duro que, como bien sabía, no era cierto del todo; un interesante
ejercicio que no podía dejar escapar; así es que le propuso una cita en su
estudio dos o tres días después; y efectivamente, al tercero, apareció “El
Inhumano”.
Comenzó a pintar un retrato al óleo sobre la alargada tabla de madera que
previamente había preparado frotando varios dientes de ajo sobre la
superficie −esta imprimación no se debe a exorcismo ni rito animista alguno,
no vaya a pensar el lector que el artista tenía miedo de dráculas, vampiros, u
otros súcubos maliciosos−; tal técnica, se emplea desde tiempos
inmemoriales ya que el ajo, producto nacional por excelencia, segrega un
látex que cubre con gran eficacia el poro de la madera y la perfuma además
con un aroma que, paradójicamente, en nada recuerda los efluvios del
gazpacho. En él intentaría aproximarse fielmente a la fisonomía de su amigo
y muy especialmente a sus rasgos sicológicos; en definitiva eso era lo que
más le interesaba.
Le sentó en una silla cómoda, se puso como siempre un espejo a la espalda
para controlar en el reflejo las deformidades de su arranque pictórico a mano
alzada y, manos a la obra, comenzó la sesión. No solía empezar un retrato
trazando un óvalo y colocando después los
ojos, la boca y la nariz. Generalmente dibujaba un ojo, después la nariz, el
otro ojo la boca y el óvalo; casi todo de una vez. Emprendía el cuadro como
le habían enseñado sus múltiples visitas a la obra de Velázquez, pintando sin
establecer un dibujo previo al carbón o a la sepia; tampoco hacía bocetos y
menos para un retrato. Se sentía orgulloso de ser un pintor directo, muy
rápido, no temía equivocarse pues decía que la pintura era el arte de saber
poner y quitar y que tan importante era una cosa como la otra; aunque no
desconocía que la perfección consiste en poner sólo lo necesario para
conseguir la expresión sin deformación alguna, o en todo caso, las
deformaciones propias de sus caprichos que son el estilo del artista.
Serían las ocho de la tarde cuando empezaron el cuadro. Su modelo se
habría levantado recientemente porque tenía los ojos algo hinchados,
hinchada tenía también la vena de la frente y la razón de esta hinchazón era,
¡vaya que sí!, de índole bien distinta, pero prefirió no preguntarle pues intuía
que no acostumbraba a hablar de sus cosas; aunque todo el mundo
conociera cuáles eran sus ocupaciones y sus trapicheos, y nadie le asociara
a ninguna profesión que fuera estable o decente: él estaba permanentemente
montando un bar, cosa que consiguió un par de veces sin lograr que
fraguara; quizá su falta de éxito se debiera a que tenía un espíritu romántico,
decadente, y corrían malos tiempos para ofertas lúdicas como preparar
buenos cócteles, aunque lo hiciera con arte y elegancia.
Soñaba con regentar tertulias taurinas, su afición estaba sobradamente
demostrada: nada más comenzaba la feria de San Isidro, era incapaz de
perderse una corrida fuese del cartel que fuese o cayeran chuzos de punta.
En febrero, cuando empezaba la temporada por la feria de Valdemorillo, él y
otros forofos impenitentes se daban cita en aquél coso pasando un frío que
pelaba; pero les daba igual, era fecha sagrada para una época en la que el
toreo había dejado de ser culto reservado a la “derechona” nacional y lo
abrazaban con cabal ortodoxia todos los “modernos” de Madrid.
Él decía que, como no era ortodoxo ni moderno, solamente era un pintor,
estaba entusiasmado por haber dado caza a un espécimen tan monstruoso y
tierno; por eso trazó con mucho brío las líneas maestras de la estructura del
retrato, la faz, que así era como denominaba el personaje a su rostro.
Solía comenzar con el color que le inspiraba el modelo: la mayor parte de la
gente era roja, azul ultramar, o verde esmeralda; eso aseguraba él.
Rara vez utilizaba el negro para comenzar un cuadro porque, generalmente,
le invadía de tal manera la paleta, que sin darse apenas cuenta
embarrancaba en un mar de negritud del que luego era muy difícil salir, y
como él tenía esa tendencia desde sus primeros hallazgos, procuraba
eludirlo prudentemente cosa que, por aquella época, se convertía siempre en
una lucha titánica. No tuvo empero más remedio que asumir un contundente
negro marfil en este caso, porque su modelo era tan negro como el tizón y él,
para su desgracia, estaba también oscuro y poco brillante.
El personaje transmitía, sin doblez alguna, sus emociones; estaba muy
orgulloso de haber sido elegido como fuente de inspiración de un artista por
quien, a pesar de su obligatoria irreverencia, sentía respeto: no en vano le era
reconocido su talento. Así es que obviaba las carencias y el ostracismo del
pintor; para él que era un hombre de mundo y estaba al tanto del arte, lo de
menos eran las mieles; se quedó pues muy quietecito observando, gracias al
espejo, las evoluciones de su retrato.
Y hablaron mucho, tanto que él dijo que lo más parecido al acto de pintar
con modelo era ir a cortarse el pelo −quizás las conversaciones entre pelado y
peluquero o entre taxista y viajero, habitual caldo de cultivo para filosofías y
grandes soluciones del mundo, sean diferentes−, ellos hablaron de todo un
poco y no solucionaron nada; versaron del arte, de política y de mujeres
¡cómo no iban a hablar de mujeres dos tipos tan bien relacionados! De
mujeres se hablaba siempre, pero eso sí, sin tocar jamás intimidad alguna,
pues ambos eran caballeros y las relaciones de entrepierna son tan privadas
que no deben detallarse por respeto a ellas y a uno mismo. Otra cosa es la
literatura; el discurso va por unos derroteros tan sublimes e imaginativos que
la belleza del relato permite aspectos y sensaciones de gran realismo que no
requieren callar la intimidad por respeto a nada o a nadie; la verdad es la que
los personajes o las imágenes demandan.
De manera que, dando buena cuenta de dos whisky’s, pintor y modelo
pasaban el rato sin hacerle caso al reloj, enfrascados en una indagación
mutua cuyo resultado era el cuadro que, poco a poco, se iba perfilando.
En eso llamaron al portero automático, el modelo fue a abrir. Eran su novia y
la amiga de su novia. Regresó enseguida anunciando que había quedado
con ellas en Chicote pero se le había olvidado completamente porque
pasaba el tiempo volando; las dos, hartas de esperar, decidieron venir a ver
como iba el cuadro.
A él no le importó, prefería seguir con público y más tratándose de
la amiga de la novia que le tenía encandilado y había irrumpido en el estudio
con un abrigo largo, bajo el que llevaba un vestido color castaño de gasa
transparente que revelaba cierta ausencia de ropa interior.
“¡Hola pichones!”, −dijo el otro cariñosamente dando muestras de alegría−.
“¿A ver cómo va el cuadro?”, −preguntaron las dos a la vez metiendo la
cabeza por detrás del caballete−.
“Ya falta poco” −anunció el artista y acto seguido, las invitó a sentarse a
tomar una copa mientras ellos seguían a lo que estaban−.
Ese poco se convirtió en varias horas, la pintura de caza no admite muchas
sesiones, pero a nadie pareció importarle la tardanza; ellas ya habían cenado
y ellos se zamparon unas pizzas que les subieron del bar de abajo.
Estaba empeñado en acabar la obra capturando la humanidad del
“inhumano” que asomaba por las niñas de los ojos con un color guinda muy
breve, claramente localizado. No era fácil conseguirlo: si lo daba con una
pincelada diminuta como un punto, el gesto se endurecía y acusaba
inhumanidad, pero si lo difuminaba después con el trapo, se ablandaba y le
daba un aire de dolorosa que ,como se comprenderá, no podía ser.
Finalmente lo que hizo fue darse una pincelada en el dedo y pegarla en las
Niñas, así lo consiguió y satisfecho, vio terminada la sesión.
Tenía la paleta hecha unos zorros navegando en un mar negro marfil que
goteaba hasta el suelo, y los dedos bien pringados de pintura. Él miro por
última vez el cuadro como solo lo mira el pintor −entornando los ojos− y
decidió descubrírselo a su amigo. Las chicas sin embargo no lo pudieron ver,
cansadas de esperar se habían metido en el dormitorio y allí seguían
tumbadas desde hacía un buen rato.
De repente se dieron cuenta de lo cansados que estaban, sobre todo él, que
llevaba trabajado casi ocho horas seguidas; tenía la boca agria y seca y le
dolía un poco la espalda. Su amigo fue a despertarlas, regresó al momento,
pero solo con su novia que salió desperezándose y poniéndose el abrigo.
“Ahí te dejamos al “pichón” −dijo− “cuídala y que te diviertas”. Eran las cinco
de la mañana.
La noche es negra, el deseo es ciego y la vida de un pintor sin dinero dura y
oscura como el negro marfil de la paleta. Su idílica añoranza, la musa
platónica de sus sueños, seguía flotando en el limbo de la infancia sacando
ultrasonidos con la flauta de pico con que llamaba al gato; pero a él le ardía
el sexo, y la pasión por el arte se tornaba al final siempre fría y solitaria. Así
que, se lavó las manos con detergente anti-grasa −un milagro sin duda para
el oficio− después, lo volvió a hacer con jabón hidratante y, finalmente, se
limpió los dientes con un dentífrico a la menta. Luego, dejando el infernal
pastiche de la paleta para mañana, apagó las luces y se metió en el
camastro, al fin tibio y perfumado, se abrazó a la espalda de la amiga de la
novia, le dio un bocado en la nuca y sintió cómo se estremecía y se le ponía
la carne de gallina, hasta que al fin, ella se dio la vuelta, le abrazo con ternura y besó sus labios sin decir una palabra.
La pequeña luz del dormitorio revelaba sus grandes ojos oscuros y, una sonrisa de la que él aún siempre se acuerda, anunció que estaba viva y encantada. Abrazado a ella soñó que nacía un lugar en el mundo y al despertar, más allá del medio día, no se dieron de bruces el uno contra el otro. Él apartó el edredón para poder contemplarla y la vio hermosa; le recordó un cuadro de Courbet, El origen del mundo. Su pubis era igualmente negro, de pelo duro, una sima
profunda y misteriosa. A ella, le seducía ese interés tan concienzudo por las
formas, el color, el tacto, esa curiosidad analítica por su perfume, por el
sabor de su cuerpo que le provocaba una risa nerviosa, y a él, le encantaba
que se riera, que tuviera cosquillas, que se abandonara al juego de ser
explorada, porque así su curiosidad se iba abriendo camino. Pero comenzó
a verla muy niña, muy frágil y sintió que si seguía por esa ruta, acabaría
enamorándola, y siguió y la enamoró; porque enamorada era mucho más
hermosa y su debilidad era la belleza, de modo que le hizo el amor con toda
su ternura, para verla guapa y para verse bello también, reflejado en sus
enormes ojos negros. Asimismo, ella le creyó frágil, solo y
sintió lástima de él; acarició su cabeza entre sus pechos, enredándose los
dedos con sus cabellos y, sin decir nada, le hizo saber que podía amarle, que
se atrevería, porque lo que ella más deseaba en este mundo era amar y no
estar sola. Y él, que se creía más fuerte, pero que en realidad era mucho más
débil, constató que la había conquistado y se dejó amar. Curiosa fue la
manera de acabar el retrato del amigo del barrio; salió a cazar un macho para
su colección de monstruos y le cazó una hembra -.
Cuando al fin salieron de la casa, serían las dos del mediodía, ella estaba
guapísima, con su vestido de gasa y un abrigo negro largo hasta los pies que
le daba un aire misterioso y romántico.
Ya en la calle, justo en la esquina, se pusieron a esperar un taxi; el aprovechó
para meter la mano por el interior del abrigo, y la atrajo hacia sí, besándola
de película, a lo que ella no se opuso; sin dejar de responder, paró con la
mano izquierda al primero que pasaba y se despidió acomodándose en la
parte de atrás; el taxi arrancó mientras él no dejaba de mirarla y así, continuó
hasta que se perdieron de vista, cuando el vehículo giró por la primera calle a
mano derecha.