“Saber que duermes tú, cierta, segura
cauce fiel de abandono, línea pura,
tan cerca de mis brazos maniatados”.
Gerardo Diego
La línea hace visibles las ideas y a medida que se desenreda de algún lugar mediante del punto con el que nace, avanza como por un surco que encauza el pensamiento, a veces desbordado.
Hacerlo cómo quien hablara es muy difícil, me atrevería a decir que lo más difícil que tiene este oficio de las artes plásticas, en el que los grandes maestros han dejado muy alto el listón: Picasso, Matisse, Goya, Rubens, – ¡qué maravillosos dibujantes! en cuyas manos la línea vive el movimiento de la fijeza; por eso, con el pudor de quien sabe sus límites, he de contar una verdad que es más verdad si cabe, cuando se habla del dibujo, sobre todo si es a línea, porque la línea es la verdad desnuda en las artes plásticas.
Mi batalla por el dibujo, aunque desde siempre he dibujado, nace de un complejo en mis años de escuela de bellas artes, en los que quedó clara mi habilidad con las manchas, pero en cambio con la línea, el apunte para entendernos, me gané con todo merecimiento el despectivo calificativo de ‟el mazas”.
Cuando en el último año de escuela encallé en una crisis de concepto buscando algo que llenase otra vez de sentido mi necesidad de expresión, me vi trazando pinceladas a tinta sobre largos trozos de papel contínuo que, a modo de rudo puntillismo, se entramaban revelando de manera muy primitiva, un vuelco por la figuración.
Sin conocer tan siquiera la existencia del término y mucho menos su significado, comencé mi primera deconstrucción, la del concepto mismo de la creación, la que afecta al qué y al cómo, al ser y al estar.
Mi objetivo no era otro que lograr habilidad y rapidez, el mundo no se paraba para que yo lo dibujara y eso era una buena enseñanza para reflexionar en torno a la fijeza, cuya importancia ganaba cada vez más relevancia en mi escala de inquietudes.
Por otro lado, la línea ofrecía posibilidades, con las que podía jugar como si fuera el sonido de un instrumento musical que se toca con una técnica y con toda una miscelánea de recursos expresivos: apretar el trazo, aflojar, acentuar, prolongarlo hasta hacerlo desaparecer, mantenerlo expresando la forma sin levantar la pluma del papel; a lo sumo y no siempre, alguna aguada del café que estuviera tomando en la terraza o bar desde el que trazaba mis apuntes.
En mis dibujos ganaban cada vez con más fuerza dos inquietudes principales: rubricar el instante y mantener el entrenamiento para captar el movimiento; dibujar se había convirtiendo en un deporte.
Mis dibujos son repentinos, obedecen al placer de dibujar, y no fue hasta el 2008, que toda esa soltura en el manejo de la línea condujo a dos obras que son básicamente dibujos: El Friso Huellas Hermanas y el Políptico Poemario Huellas Hermanas; cómo si más de treinta años haciendo apuntes, de los que conservo una mínima parte pues generalmente los regalaba, hubieran sido el entrenamiento para crear esas obras y, finalmente, El Éxodo de la Ternura de 2016, donde el dibujo, tiene el poder de individualizar a los cientos de personajes que lo componen.
Dibujar en cualquier lugar era una conducta que hacía de ese dibujo la creación en sí pues, con aciertos y fracasos, todo quedaba registrado en el papel que fuera: el de un cuadernillo que cupiera en un bolsillo de la chaqueta, en una octavilla panfletaria, en la publicidad de un concierto, en la tarjeta de visita, en un papelillo de liar, en el mantel de usar y tirar del restaurante, en el posavasos del bar de copas, en un tique del cine, en un trocito de cartón del paquete de tabaco.
Recuerdo la ocasión, en un bar heavy metal de los duros, en el que había que dibujar sin ver de lo oscuro y cargado que estaba el ambiente, que dibujaba un apunte de alguien del apiñado gentío, en un papelillo de liar canutos; el tipo del que tomaba el apunte se coscó y lo quiso ver. “Te lo compro” −dijo —, y acto seguido sacó veinte duros y me los dio. El papelillo iba de mano en mano entre sus colegas que levantaban el pulgar dando su aprobación. Finalmente se lió un porro con el papelillo y se lo fumaron entre todos, a mí me lo pasaron pero cómo no podía fumar, me invitaron a una copa.
Lo más inmaterial era dibujar sin testigo, sin pluma ni papel, sólo trazando la línea que dibuja la forma, mentalmente. Cuántas veces habré oído la interrogante exclamación —¿Y tú qué miras?—, — ya ves, a ti — contestaba yo.
“Cuando pinto estoy pintando, ahora mismo mientras hablo con usted y le miro, estoy pintando”.
Joaquín Sorolla.
Todo es importante al dibujar, la idea, la forma, el ritmo; en mis dibujos, apoyándose en la forma y en la captación del movimiento, es la línea en sí lo que me reta, en un alarde de ver si soy capaz de alcanzar ese lenguaje que deje a la forma dormida en su relevancia, funcionando como pretexto para trazar una línea y mientras yo, logre gozar de un espíritu semejante al de un calígrafo chino – en esto me apoyo para creer que el lenguaje del dibujo y la pintura siempre es abstracto -.
Y me sirve para ilustrar la drástica consideración de tener al apunte cómo la obra hecha en cualquier soporte y circunstancia, muy superior a cualquier repetición del mismo, y que desde mi ideario personal basado en la autenticidad de lo directo, no necesitaba más análisis o estilización, como si mis objetivos estuvieran destinados a madurar a largo plazo, de modo que en el instante eso era lo único importante, más preocupado en que el trazo se grabara en mi memoria que en una hoja de papel.
Hay mucho de efímero en mi modo de afrontar el dibujo; dejarlos ir a su suerte pone de manifiesto mi desapego por construir una obra gráfica, era cómo apostar por el elevado sueño de Hokusai:
“A los 100 habré llegado finalmente a un nivel excepcional y a los 110, cada punto y cada línea de mis dibujos, poseerán vida propia…”
Así y todo los que conservo son los que ahora me sirven para hilar he ilustrar esta historia dedicada a la línea, verdadero inframince del oficio de crear, tanto expresiones materiales como inmateriales, porque el dibujo es sencillamente, concepto.
27 – 8 – 2020