En el arte no se puede tener prisa, ni tampoco se puede esperar; extraordinario dilema frente al cual se mide toda propuesta verdadera.
No se puede tener prisa pues se necesita perspectiva para contemplar, como es el caso, el movimiento de la fijeza en una obra de tan gran formato.
Pero a diferencia del Azar Rojo donde el procedimiento nos conduce lentamente a una totalidad que aguarda hasta la instalación de la obra, en La Torre de la Igualdad sucede a la la inversa, la obra nace con la instalación del soporte primero, de la tela donde se va a pintar el cuadro después, su imprimación, bocetos y todo el procedimiento pictórico tradicional hasta la conclusión definitiva de la pieza.
Por eso considero que la Torre de la Igualdad es una fijeza del movimiento, que concluye en un movimiento de la fijeza que, definitivamente, es el resultado esencial de la pintura.
¿Por qué digo esto?
En realidad todo cuadro se hace fijando sucesivas tareas que son el movimiento técnico natural de toda pieza pictórica.
Pensé desde el comienzo en procurar un enfoque colectivo ya que la magnitud de la obra hacía inviable afrontarla en solitario debido a mi discapacidad.
Además, era muy enriquecedor trabajar con cierta similitud a la de una producción de vídeo.
El handicap era que prácticamente se carecía de sponsor y todo el esfuerzo dependía de mi decisión de llevar a cabo el proyecto y de la buena voluntad de mis sufridos amigos y voluntarios.
No se trataba de pintar un cuadro grande.
La aspiración era realizar una gran obra y atreverse a soñar desde muchas perspectivas, sin escatimar esfuerzos, esperando suplir con ello la falta de recursos; así es que la frase que un colaborador anónimo envió para que fuera escrita en la Torre de la Igualdad. -Aquí no hay tiempo ni tamaño – resume con escueta veracidad la filosofía del proyecto.
La Torre de la Igualdad
“y como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que tienen algo de dificultad te parecen imposibles”.
Don Quijote de La Mancha II
D. Miguel de Cervantes
1
Cada día, sentado desde el elevador hidráulico que te permite subir y bajar ocho metros de altura, ves la obra de arte que trabajas con orgullo desde hace casi cuatro años, y la comparas a la escalada que nunca te atreviste a realizar porque tenías miedo de caer al vacío y matarte. Tú y tus sueños esparcidos por la vertical más alta del mundo, vaya ironía del destino, ahora sí que estás en ella clavado con tu irremediable fe, subiendo y bajando los centímetros que te separan de una vida normal, donde los retos son vivir cada día alquilando el tiempo y el espíritu al precio que se pague por ello. Estás subido a esa máquina porque nunca fuiste un hombre sensato y, una vez que dudaste de ti mismo, vencido por el lado más débil de tu locura, te aburriste como una almeja hasta el punto de no reconocerte frente al espejo.
Has pulsado el manubrio digital del elevador y lo empujas hacia delante, frente a esos ocho metros por trescientos sesenta centímetros de la obra; desde allí se divisa un horizonte que no es el cuadro ni tampoco los renglones torcidos de Dios. Más se parece el panorama a la huella que el tiempo ha tatuado sobre tu frágil vida de aspirante a ser; estás a punto de pararte a media altura y centrar tu atención en esa frase impresa en La Torre que dice: “Aquí no hay tiempo ni tamaño”, pero no te paras, sigues hacia lo más alto y, allí, borras con papel de lija lo que una paloma ha dejado resbalar sobre el cielo del gran rascacielos: La Torre de la Igualdad.
Mientras, rumias tu soliloquio cagándote también tú en la estirpe entera de esa especie que convirtieron en símbolo de la paz; no sabes bien a qué se debe título tan nobiliario para un bicho que tanto se parece a la ratas, quizá sea por puro sincretismo, o por la comodidad de Picasso – él fue el diseñador del icono en el siglo XX, pintaba palomas con la misma naturalidad con que ellas defecan ahora sobre tu cuadro.
Hoy estás solo, hoy no tienes al equipo que te ayuda a pintar esa inmensa locura y, en el fondo, te sientes bien, porque eres tú frente a la obra, como siempre desde que el mundo es mundo, como tiene que ser, porque esa complicidad casi de alcoba, o de celda, o de patíbulo, se asume con la voluntad de nombrarse creador, aceptando las consecuencias. Así es que ahí tienes el tamaño, ocho metros de arte que no tienen precio y también el tiempo, cuatro años de eternidad frente al espejo: ¡Eso es lo grande del Arte!
Fragmento del relato La Torre de la Igualdad.
Angel Baltasar