Manolo colgado o Lunático Hominem 1980 Madrid
Óleo sobre tela, 200 x 100 cm Deconstrucción, 2017 LTDE Hambrán.
Rajado en cortes verticales, paralelos, irregulares, encolado a tabla.

Retratos de los años 80
Al comenzar por esta pieza de 1980, intento ubicar una fecha clave en mi proceso de evolución, quizá por tratarse del primer cuadro pintado con la consciencia de estar tomando una decisión capital que decidiría el futuro.
Es mi último trabajo en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando,
y el que marca un cambio radical al emprendido con cierto éxito en el año 1976
siguiendo la estela del informalismo.
Un informalismo el mío en el que mezclaba signos, texturas y grandes espacios
heredados de la abstracción española de los años sesenta, con el descubrimiento de Francis Bacon, pintor de gran influencia en el espacio académico por aquél entonces y cuyo impacto en mí, sobre todo tras la exposición que la Fundación Juan March le dedicó en 1979, fue contundente.
Obra que desarrollaba a la par con los trabajos académicos y que llegó a
mezclarse totalmente en el tercer año, cuando me reclamó el catedrático de
Colorido y Composición Tres, que era también el titular del curso anterior, el Dos,haciéndome saltar un año.
Algo que tuvo una ventaja y es que pude seguir experimentando con total libertad la línea abstracta, pero que arrojó un vacío, el de prescindir definitivamente del uso de modelos.
La consecuencia fue que en el último año de escuela mi trabajo experimental con la abstracción entró en vía muerta y, en una fuerte crisis, mis recuerdos al pie de las obras maestras del Museo del Prado tomaron la rienda y sentí con mucha fuerza la llamada de la figuración.
Buscaba un camino en el que volver a sentir la felicidad de poder expresarme con hondura, al fin y al cabo para mí toda pintura es abstracta y no precisa
necesariamente de tener que abandonar radicalmente la figuración para serlo.
Tan abstracto me parece un Greco, un Monet o un Jackson Pollock, tan abstracto o tan figurativo, así siento yo este debate que en ningún momento opta por el definitivo abandono de la pintura, antes bien, incorpora según yo lo entendí, el planteamiento conceptual, sin tener por ello que dejar de dibujar y pintar.
Así pues, en la soledad de un inmenso espacio que la escuela me permitió usar
como estudio durante el último año, rodeado de mis cuadros abstractos y de
ensayos sobre papel continuo en los que trazaba los grafismos que acabarían
dando origen a la obra Avance Automático Movimientos de la Luna, coloqué una tela de 200 x 100 cm en un caballete, y le pedí a un funcionario de la secretaría de la escuela que me posara un retrato.
Desde entonces, retratar ha sido una expresión habitual de mi obra y se trata de
un vuelco personal que obedece a un impulso instintivo siempre motivado por la elección de un determinado modelo.

El Políptico de la Hidra, Pastel sobre papel, 101 piezas de 21 x 15 cm. 1981 – 2 Madrid

Instalación del Políptico de la Hidra
Sala Juan Gris, C.C. Conde Duque 1998 Madrid
Pastel sobre papel, 101 piezas de 21 x 15 cm.
1981 – 2 Madrid

Políptico de la Hidra
Hay un poema de Dámaso Alonso, Yo, del poemario Hijos de la Ira, donde el
poeta se hace un autorretrato.
Con él me identifiqué plenamente a la hora de dar palabras y explicar mi
sentimiento de artista frente al espejo, obsesionado, mirándome un día tras otro haciendo crecer este políptico, el primero de los que he pintado.
Eran un gran número de personajes los que estaban ocultos detrás de mi
inconsciencia, y de repente, irrumpieron todos ante mi perplejidad, reclamando su existencia .
Yo sacaba todos esos gestos, y los copiaba con la enorme libertad que me
ofrecía el procedimiento al pastel sobre papel.
En una elaboración rápida y directa obtenía un resultado inmediato que me
hipnotizaba ante los hallazgos y de eso se trataba, de hacer hablar al monstruo, la hidra que llevaba dentro; la expresión de mis otros yo.
El pastel, utilizado de forma directa, es una magnífica herramienta gráfica que
incorpora además una luminosa gama cromática, exactamente lo que necesitaba para dejar atrás el negro marfil y el esmalte sintético, tan usados en la etapa abstracta.
El negro había ocultado a la hidra, pero el color ahora era quien la delataba; un
espectacular y brillante colorido ante cuya fascinación fui incluso capaz de sonreír haciendo muecas. ¡Qué delirio!
A parte de estas consideraciones psicológicas o existenciales concernientes a mi necesidad de autoconocimiento, este políptico supuso una importante indagación en el gesto que es la huella fugaz que hace hablar a un retrato.
Al provocar gestos y muecas en el espejo, casi siempre exagerados, y prolongar
la obra hasta alcanzar una serie de hasta cien piezas, me aseguré de sacarle al
tema el máximo rendimiento, así como al procedimiento pues, amparándome en
la repetición temática que ordenaba la obra como conjunto, podía permitirme una ecléctica profusión estilística.
Este juego me ayudó a encontrarme a mí mismo, dialogando con gran libertad
con mis avatares y con las influencias de cuantos pintores, a lo largo de los
últimos años, había integrado en mí percepción de la historia de la pintura.
Solía decirle a Isabela −Hoy vino a verme Amadeo Modigliani−, o −Acaba de irse
Van Gogh−
Lo más grande es que era verdad. Recuerdo un día que vino a verme una pintora
amiga que de repente y sin venir a cuento, dijo: “Están todos aquí”
¿Quienes? −dije yo−.

Magnum Corydon 1981 Madrid.
Óleo sobre tela y collage de retales sobrantes del Políptico de la Hidra. 200 x 100 cm.
Deconstrucción. Rajado en cortes verticales, paralelos, regulares, pegado a tabla. 2017 LTDE Hambrán.
Instalación de Magnum Corydon y el Políptico de la Hidra.
La Neomudejar, 2018 Madrid.

Magnum Corydon
Pasó el tiempo, algo menos de un año, y el Políptico de la Hidra alcanzó la
dimensión deseada y por tanto el final.
Al ir a enmarcarlo hubo que unificar la medida de todas las piezas por lo que
tuve que cortar un pequeño fragmento a cada cuadro.
Este sobrante fui guardándolo, inaugurando así un proceder que con el
tiempo se ha hecho habitual en mi trabajo, me refiero a las deconstrucciones.
La siguiente obra fue un autorretrato al óleo en una tela de 200 x 100 cm. y,
como siempre, más que un autorretrato, era un retrato de mi alter ego
Baltasar Pérez, con el carnavalesco maquillaje de clown, de pie, de cuerpo
entero, y portando un bastón que sujeta con la mano izquierda, en realidad
será la derecha pues la imagen es un reflejo ante el espejo.
Magnum Corydon, traducido del latín, Gran Payaso, es mi versión de mí
mismo, alejándome cada vez más de una forma políticamente correcta de
afrontar la vida.
Optar por el arte era chocar, lo sigue siendo, con la dictadura del sentido
común, y apartarse de un código de valores que no servía en el camino que
había emprendido y al que por nada del mundo estaba dispuesto a renunciar.
No sólo, tampoco estaba dispuesto a pagar el peaje para obtener el
consentimiento de un mundo reacio al Arte, de modo que asumí el rol con
todas las consecuencias y con el realismo de saber sin ningún género de
engaño que al tomar esa decisión, así, sería como me vería el mundo.
La verdad es cómo le dijo Picasso a Gertrude Stein: “A parecerse”, y yo cada
vez me fui pareciendo más a mi autorretrato.
Una vez que estuvo encajado delante de un paisaje neutro, cuya función es
la de dar firmeza a la figura para que pise y pese sobre un suelo negro que la
atrae como un imán, coloqué todos los fragmentos sobrantes del Políptico
de la Hidra a modo de collage, vistiéndola con un traje de chaqueta.
El efecto fue de gran colorido, con ciertas resonancias cubistas que
sorprendentemente armonizaban con la sobriedad del personaje.
El Magnum Corydon se vestía con las cabezas de la Hidra de Lerna, como un
Heracles victorioso; y es que así me veía yo a mí mismo después de haber
sobrevivido al combate con mis otros yo.

La Punki Roja
Óleo sobre tela 146 x 104
1983 Madrid

La Punki Roja
La precisión fue la consigna interior que recuerdo al escribir sobre este
cuadro realizado en una sola sesión directa de dos horas, por el que
han pasado ya treinta y siete años.
La capté en La Bobia, también un domingo de Rastro, pero antes, ya la
había visto despachando en una panadería del barrio, por eso y porque
era lesbiana, en un principio lo llamé La Bollera de Lavapiés.
Me gustó mucho su delgadez y su atuendo rojo que era casi una piel
pues, siempre que la vi, vestía igual; todos nos decorábamos la ropa, y
esta tigresa seguro que tendría varios modelos idénticos decorados por
ella a bátik, o con pintura para telas.
Su pelo after punk, por supuesto que natural, debía de suponer un reto
diario frente al espejo, no digamos ya su maquillaje pálido, pero así
eran estas reinas de La Movida: “Antes muertas que sencillas”.
En esta obra vino a verme Amadeo Modigliani que me dijo como debía
estirar el cuello de la modelo para estilizarla proporcionadamente.
Su mirada es frontal, fija, atenta a mí en todo momento, serena y
segura de sí misma; indica que ella asiste a la creación del cuadro, casi
inconsciente de su protagonismo, lo cual la convierte en una excelente
modelo, posiblemente en una de las mejores que he tenido.
Esa distancia no sólo la expresa con la mirada, también queda patente
en la composición de la obra; el hecho de que apoye sus puntiagudos
botines en la parte inferior del cuadro no es casual, aunque bien es
verdad que cuando la coloqué sentada en lo alto de una mesa con los
pies apoyados en otra mesa, estaba buscando una forma seductora de
encajar la figura, y no recordaba, como ahora, la pose que le hice posar
a Magdalena, la modelo más bella de la escuela de bellas artes, en
segundo año, en la clase de dibujo del natural, que la acomodé dentro de un
cilindro de metacrilato en una pose parecida a esta Punki Roja pero
más tumbada, con las piernas abiertas y por supuesto desnuda, fue un
escándalo, sólo posible gracias la maravillosa modelo que no se
cortaba con menudencias.
Lo interesante de esta pose estriba en que al apoyar los pies delante
del pintor, se crea un muro invisible, como si nos dijera: “Yo aquí y tú allí”
un límite que es conceptual y que funciona por estar sin estar.

Reina de la Noche Madrid 1984
Óleo sobre tela, 142 x 114 cm
Deconstrucción. 2020 LTDE Hambrán
Rajado en tiras verticales, paralelas,
regulares, encolado a tabla.

El estudio de Libertad
La Reina de la Noche

Al fin, gracias a un amigo, pude disponer provisionalmente de un estudio,
y qué estudio, nada menos que el que fue del gran pintor Luis Rosales en
la calle Libertad 23, 4°. En aquellos años lo habitaba una corresponsal
suiza, Yésica Hottinger y su compañero, también periodista y fue la casa
familiar mientras el padre de Yésica, corresponsal político, estuvo
destinado en Madrid en la época de Franco.
El salón biblioteca, lo que en su día fue el estudio de Rosales, tenía un
enorme ventanal de cristales emplomados formando rombos y orientado
al norte; allí, sobre una gran alfombra persa, planté un caballete antiguo,
seguramente del maestro, y continué el trabajo que tuve que parar meses
antes en Ministriles; pero aquél inmenso espacio al que entré hacia el mes
de septiembre, pronto se convirtió en un iceberg.
La verdad es que hasta hace relativamente poco, el gélido frío del invierno
siempre me ha acompañado. Así fue el lugar que se me permitió usar en
la escuela de Bellas Artes en el último año, o la vacía nave que logré que
me dejaran durante mi servicio militar en Paterna, toda en ruinas y
abandonada, donde había que hacer de vez en cuando un tercien armas
para poder soportarlo, y no puedo olvidarme del estudio de la calle San
Pedro, donde camuflaba el frío psicológicamente pintando quinientos
cuadros rojo cadmio.
Así pues comencé de nuevo y lo hice sacando modelos de los garitos del
nuevo barrio, donde abundaba la fauna por la que seguía estando
interesado.
Esta reina de la noche era una hermosa musa, creo, bajo densas capas
de maquillaje. Sufría una discapacidad debido a la poliomielitis, razón por
la que pienso que necesitaba ese exceso de decoración personal, para
aceptarse y ser aceptada, el caso es que me llamó mucho la atención y
me posó encantada, tanto que apenas se quejó del terrible tramo de
cuatro pisos que había que escalar para llegar al estudio.
Este cuadro sugiere la frontalidad del retrato romano, tanto por el
realismo, como por la fijeza voluptuosa de la mirada, clavada en mis ojos
para no ser penetrada, es una máscara que apenas se inmuta con mi
indagación; de hecho, la reciente deconstrucción, ha suavizado mucho
tanta intensidad facial, humanizando el gesto y haciendo vibrar el
hierático movimiento del retrato. Mis cuadros piden ser deconstruidos

La Menina Desolada 1984 Madrid.
Óleo sobre tela 142 x 114 cm Deconstrucción. 2002 Madrid.
Rajado en verticales, irregulares aleatorias, encolado a tabla.

La Menina Desolada
Qué bellísima me pareció esta mujer azul, siempre en cueros negros que
brillaban en la oscuridad humosa del garito al que acudía todas las
noches con su amiga, la otra reina de la que ya he hablado.
Consciente del poder de su personaje, posó sentada en un sillón que sólo
sabemos ubicar por la posición de los brazos, apoyados en el fondo
negro que le rodea.
No mira de frente, impasible se deja mirar inmersa en su secreto y de este
modo, la figura cobra en su conjunto todo el protagonismo, desdeñando
un contacto más directo con un espectador que no le interesa.
Es por igual triste y altiva, cosa que se refleja en sus labios tras los que se
intuye una mandíbula apretada en un gesto que no se permite el llanto, y
en sus cejas, levantadas con desdén, por las que se filtra un atisbo de
rencor.
De todos los cuadros de la serie este es en el que más sobresale mi
espíritu barroco, atento siempre a la escuela española del XVII, negro y
sobrio como el de la corte de Felipe IV, un after punk que abarcaba desde
la elegante sobriedad de esta Menina Desolada, hasta el exceso que no
embrujo de papelones tipo Alaska.
Allá por el año 2001, me invitaron a formar parte de una exposición en la
Fundación Telefónica, impulsada por Lucía Bosé, que llevaba por título
Otras Meninas. Ese fue el motivo de poner a punto la obra ya que decidí
enviarla a esta exposición.
En primer lugar la sometí a una deconstrucción en cortes verticales,
paralelos a mano alzada, y de un ancho irregular que estilizó la figura
notablemente.
Volví a pintar las manos, que posó otra modelo, subrayando la sugerencia
de estar colgando de los apoyabrazos del indefinido sillón. Esta
modificación aumentó el movimiento de la fijeza, provocando sutiles
vibraciones de hombros, cabeza y cuerpo, que realzan el gesto, no sólo
del retrato, si no también de toda la figura.
Finalmente, pinté la llaga entre los cortes verticales con un cerúlean bleu
que, además de incorporar un nuevo color, resta potencia al fondo negro
marfil.

Retrato de Liliane Marie Dahlmann,
duquesa viuda de Medina Sidonia.
Óleo sobre tela, 100 x 73 cm
1984 San Lucar de Barrameda
Palacio de los Duques de Niebla.

Retrato de Liliane Marie Dahlmann, duquesa viuda de Medina
Sidonia.

Por aquellos tiempos de destierro conocí a Ana Fernández Presa con la
que habría de convivir tres años. Ana vivía compartiendo piso con
Gabriel González de Gregorio, hijo menor de Luisa Isabel Álvarez de
Toledo y Maura, Duquesa de Medina Sidonia, y con Estanis Llorente,
un jerezano estudiante de sicología.
Pasada la Navidad del 83, Gabriel, su novia, Ana y yo decidimos hacer
un viaje a Cádiz para estrenar el coche que acababa de comprarse la
novia de Gabriel, un flamante Peugeot 205 negro charol.
Nos fuimos por Extremadura parando en Mérida para tomar algo antes
de llegar a Sevilla y ya de nuevo en carretera, cuando faltaban ochenta
kilómetros para ver la Giralda, a la novia de Gabriel se le fue el coche
en una curva, y dimos una vuelta de campana.
No nos pasó nada pero el coche hizo siniestro total, así que llegamos a
Cádiz en un taxi, a calmar el susto y a pasar la noche.
Al día siguiente, Gabriel habló con su madre, y aunque su relación era
distante, y la duquesa acababa de iniciar su vida en pareja con Liliane, a
la que había conocido meses antes en la boda de su hijo Leoncio, le pidió
a un conocido que nos acogiera en Chipiona y que fuéramos a comer con
ella al palacio de Sanlúcar de Barrameda.
La duquesa y yo conectamos de inmediato. Era una conversadora
extraordinaria, amante del arte, una gran historiadora autodidacta, e
irreverente hasta lo caricaturesco, no en vano la llamaban “La Duquesa
Roja”, de lo que se sentía orgullosa; de eso, y de tener más títulos que
el Rey de España al que consideraba, y en ello estábamos de acuerdo,
el máximo artífice de Golpe de Estado del 23F.
Su máximo celo era el valiosísimo archivo de la casa de Medina
Sidonia, que llevaba años catalogando y temía que le fuera arrebatado,
para llevárselo a Simancas, cosa que Franco ya había intentado en
muchas ocasiones y ella lo había impedido.
Ese mismo día me encargó el retrato de Liliane, su secretaria, su
cómplice, su todo, ante la mohína actitud de Gabriel que también
estudiaba historia y soñaba con hacerse cargo algún día de aquél
tesoro histórico.
Quién le iba a haber dicho años atrás que su madre era lesbiana y que
sus planes, distaban mucho de los suyos.
Liliane era bella, joven, tenía un año más que yo, y además era una
competente historiadora contemporánea formada en Barcelona y
Sevilla.
Aquél encargo me hizo sentir al fin valorado y comprendido, lo que
puso en marcha todo mi saber.
Velázquez, que había sido aposentador de la casa allá en el siglo XVII,
vino a verme, y fue guiando mi impetuoso temperamento por un
sendero pleno de clasicismo barroco, donde la luz del sur ilumina
tenuemente el espacio del gabinete contiguo al gran archivo, dando de
lleno en una Liliane que posa de medio perfil con su perrito en el
regazo, y en un cortinaje recogido al fondo del espacio.
Su expresión, cazada al vuelo, denota seriedad y ensimismamiento, y
el gesto se mueve por la asimetría sutil de los ojos, que miran sin mirar
nada concreto pero que en esa ambigüedad reside el movimiento de la
fijeza de esta obra.
Fue un cuadro rapidísimo, cuatro sesiones creo recordar que
prolongaron nuestra estancia algo más de una semana, y que dejó un
agradable recuerdo por ambos lados.
Me hubiera encantado pintar a Luisa Isabel, lo tenía todo para ser un
gran cuadro, pequeña, enjuta con una mirada poderosa, inteligente y al
menos conmigo, graciosa.
En otra época, allí habría dado comienzo a una carrera de éxitos, pero
era el siglo XX y España se batía el cobre por homologarse con la
modernidad. Eran tiempos de ready made, no de pintar duquesas,
aunque fueran rojas y lesbianas.

La Punki del Porro 1985 Madrid
Óleo sobre tela, 100 x 65 cm.
Colección Paz Santos.

La Punki del Porro
La Punki del Porro es quizá el paradigma barroco afterpunk de toda mi obra.
Desde mi punto de vista, es un cuadro en el que me permito todas las
aspiraciones clásicas y modernas a la vez, en equilibrio calculado.
La pieza, comienza siendo, en menor formato y de cuerpo entero, un retrato
más para el que posa una bella bruja punk de La Movida.
No hay pues en principio otra aspiración; seducido por el encanto y el look
de la chica que lo posa, lo que buscaba era pintarla con naturalidad,
haciendo especial hincapié en la figura y sus finísimas piernas, enfundadas
en unos sexis leotardos negros.
Sin embargo, a medida que la obra iba avanzando, y motivado por el hecho
de que la chica fumaba hachís y que de cuando en cuando pedía parar para
liarse un porro, me di cuenta de que ese era el tema del cuadro.
Un motivo que no podía ser más actual, que me permitía tratar el claroscuro
barroco en pleno final del siglo XX y, que ninguno de mis admirados
claroscuristas, desde Caravaggio a George de La Tour, pasando por Ribera,
Velázquez o Rembrandt, podía haber pintado jamás.
En un momento determinado, el cuadro, prácticamente acabado, da un
vuelco total y se viste de negro. El tan temido negro marfil será otra vez
protagonista de la obra, y la luz que ilumina a la modelo emanará del
encendedor con el que la punki calienta la china para hacerse el porro.
Quien no haya visto a partir de aquella época o antes quizá esta operación,
es porque, sencillamente, está en otro mundo.
Mi entusiasmo fue enorme al pintarlo, era como darle la vuelta al Nu
Descendant Un Escalier, de Duchamp, la obra que rompe con la pintura y
marca un antes y un después en la historia del arte
Duchamp había dicho: “Si los generales ya no mueren a caballo, ¿por qué los
pintores han de morir a caballete?”.
¿Por qué? ¿Y por qué no?. Este cuadro, él solo, me daba motivos más que
suficientes para seguir pintando.
El final lo puso la gatita subida al hombro de la punki que da ternura a la obra
así como otro punto de luz, creando con ello un triángulo que mueve la fijeza.

Alta Suciedad 1985 Madrid.
Óleo sobre tela 200 x 300 cm
Deconstrucción. 1989 El Escorial
Rajado en verticales, irregulares aleatorias, encolado a tabla.

Alta Suciedad
Es la obra que cierra definitivamente el periodo afterpunk de mi trabajo, la de
mayor formato, y también, la que reúne siete personajes y por lo tanto siete
retratos.
Alta Suciedad eran chicas del barrio que montaron un grupo de punk rock, al
que nunca tuve la oportunidad de escuchar ya que no llegó a fraguar.
Se juntaban los sábados para emitir un programa en Radio Vallecas
Independiente y se dejaban ver por ahí, en El Rastro, por Malasaña; eran
inconfundibles, siempre iban las siete juntas, y la líder peinaba una cresta de
punta de más de un metro que se oteaba a gran distancia.
Me llamó mucho esa erección capilar que parecía un unicornio, y cómo no,
su culto al negro, el de todas, que les daba un contraste espectacular
haciéndoles parecer más pálidas si cabe, aún estando ya de por sí muy
maquilladas.
Primero entré a la del pelo pincho y le pedí que me posara un cuadro; mi idea
no era pintarle un retrato, andaba buscando, qué sé yo, otra cosa, aunque
hoy pienso que no habría estado de más incluirla en la serie del 83. Tenía
mucha fuerza y no sólo por su aspecto, era un poco la madre, el nexo común
a todas.
La pinté como una bruja negra victoriosa entre las llamas, acariciando una
calavera, y se lo regalé a una ex de la que nunca volví a saber nada.
Desafortunadamente desconozco el paradero de esta pieza.
Lo más importante de aquellas dos sesiones fue que sirvieron para planificar
un gran cuadro de las siete juntas y le eché ganas, el proyecto merecía la
pena.
Primero, todas juntas posaron una sesión, en la cual pinté un cuadro de 65 X 100 cm
donde estudié la composición, usando nada más que blancos, grises y
negros.
Esta sesión me fue muy útil para conocerlas y saber cual era el rol de cada
una dentro del grupo, tras ella, quedó ubicado un lugar para cada retrato, lo
que me facilitó mucho el trabajo ya que pude construir la composición sobre
una tela de 200 x 300 cm. casi de una sola vez, sin necesidad de modelos, y
echar mano de retentiva para esbozar rasgos elementales.
Una obra de gran formato que se compone de siete figuras y que precisa un
tratamiento de pintura directa, requiere de una buena planificación,
precisamente para lograr esa inmediatez evitando que la acción se convierta
en un caos.
A lo largo de la siguiente semana trabajé en el espacio del cuadro, que era el
de mi estudio de la calle San Pedro, y también en las figuras, en la
composición y en la actitud del grupo plasmada con precisión en el cuadro
boceto, de tal forma que cuando fui citando a las modelos de dos en dos
para pintar los retratos, la obra estaba ya muy avanzada.
La última sesión acababa con otra reunión de todo el grupo, y la hicimos
durante un fin de semana así es que lo pasaron en el estudio; eran tiempos
en los que no se pensaban las cosas dos veces, −qué digo, ahora tampoco−, lo
importante siempre es la obra que se tiene entre manos.
Invitar a siete personas a pasar un fin de semana en casa de uno ya es
mucho, no digamos si son siete punkis posando un cuadro. Hubo que
organizarse bien y aunque las chicas estuvieron tranquilas, no dejó de ser
una aventura tras la que puse fin a la pieza.
Alta suciedad es un juego de dos luces. La primera entra por una ventana
que no se ve e ilumina a la primera figura sentada en el suelo a los pies de la
reina del grupo.
Al fondo hay otra ventana, ésta sí se ve, por la que entra otra luz que ilumina
el fondo del cuadro.
Y entre ambas luces está el grupo iluminado a media tinta por la primera luz y
a contraluz de la que entra por la ventana del fondo.
Está claro quién vino a verme en esta ocasión y a guiar mis pasos, aunque
uno andaba a trompicones por la senda de la modernidad.
Al fondo, a modo de cuadro, pende un emblema del grupo, y a la derecha,
una gata negra cierra la composición triangular con su movimiento de
avanzar hacia el primer plano.
Años después, en el 89, lo deconstruí en un performance durante un curso
que dio Francisco Umbral, La Poscultura, en los Cursos de verano de El
Escorial.
¿Pero quién no prefiere aceptar una hipotenusa que caer de bruces entre
los catetos?. La poscultura Vicente Verdú, El Pais.